Lectura recomendada – Octavia E. Butler

Octavia E. Butler

Escritora afronorteamericana, autora de novelas de ciencia ficción. Nació en 1947 en Pasadena y falleció a los 58 años en 2006 en Lake Forest Park.
Una de sus novelas más difundidas es «Parentesco» de 1979: su protagonista, Dana, una escritora de nuestro tiempo, se traslada repentinamente al pasado y se encuentra en una plantación con esclavos donde vivió su familia.
Compartimos un fragmento de la novela.

Fragmento de la novela Parentesco, de Octavia E. Butler
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El río


Los problemas comenzaron mucho antes del 9 de junio de 1976, que fue
cuando yo me di cuenta. Pero el 9 de junio es la fecha que recuerdo. Ese día yo cumplía veintiséis años y también fue el día en que conocí a Rufus. El día que él me llamó por primera vez. Kevin y yo no habíamos hecho ningún plan para celebrar mi cumpleaños. Estábamos los dos demasiado cansados para celebrar nada. El día anterior nos habíamos mudado de un apartamento de Los Ángeles a una casa propia, a pocas millas de Altadena. La mudanza ya tuvo para mí bastante de celebración. Estábamos todavía desembalando…, mejor dicho, yo estaba todavía desembalando: Kevin había parado en cuanto tuvo organizado su despacho. Y en aquel momento estaba allí atrincherado, holgazaneando o pensando, porque no se oía la máquina de escribir. Hasta que salió del despacho y entró en la salita, donde estaba yo colocando los libros en una de las estanterías grandes. Sólo ficción.
Teníamos tantos libros que intentábamos que guardaran cierto orden.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Nada. —Se sentó en el suelo, cerca de donde estaba yo—. Estaba luchando
contra mi propia perversidad. ¿Sabes? Ayer, mientras hacíamos la mudanza, tenía al menos media docena de ideas para la historia navideña ésa.
—Y ahora que ha llegado el momento de escribirla no tienes ninguna.
—Ni una sola.
Cogió un libro, lo abrió y pasó unas cuantas páginas. Yo cogí otro libro y le
golpeé con él en el hombro. Cuando levantó la mirada, sorprendido, le puse delante una pila de libros de ensayo. Los miró con aire infeliz.
—¡Demonios! ¿Cómo se me ha ocurrido salir de ahí?
—Para buscar ideas. A fin de cuentas, siempre aparecen cuando estás ocupado.
Me lanzó una mirada que yo sabía que no era tan malévola como aparentaba.
Tenía esos ojos pálidos, casi incoloros, que le hacían parecer distante y enfadado cuando no lo estaba. Normalmente, incomodaba a la gente. A los desconocidos. Le lancé un gruñido y regresó al trabajo. Al cabo de un momento se llevó la pila de libros de ensayo a otra estantería y comenzó a colocarlos.
Me agaché para acercarle otra caja llena y luego me incorporé rápidamente.
Había empezado a sentirme mareada, con náuseas. Veía la habitación borrosa y oscura. Me quedé de pie un momento, agarrada a una librería y preguntándome qué me habría pasado, hasta que, de pronto, me caí de rodillas. Oí a Kevin emitir un sonido de sorpresa, sin decir una palabra, y le oí preguntarme:
—¿Qué te ha pasado?
Levanté la cabeza y me di cuenta de que no podía enfocarle.
—No me encuentro bien —boqueé.
Le oí acercarse a mí, vi un borrón con pantalones grises y camisa azul. Y
entonces, justo antes de que llegara a tocarme, se desvaneció.
La casa, los libros se desvanecieron también. Todo se desvaneció. De pronto me encontré al aire libre, arrodillada en el suelo, bajo los árboles. Estaba en un sitio muy verde, al borde de un bosque. Ante mí corría un río tranquilo y hacia el centro del río había un niño chapoteando, gritando… ¡Se estaba ahogando!
Reaccioné y fui corriendo hacia el niño. Ya preguntaría después, ya intentaría averiguar dónde estaba, qué había ocurrido. De momento, tenía que socorrer al niño.
Corrí hacia el río; me metí en el agua totalmente vestida y fui nadando,
deprisa, hasta el chico. Cuando le alcancé ya estaba inconsciente. Era un niño pequeño, pelirrojo, que flotaba en el agua con la cara vuelta hacia abajo. Lo giré, lo levanté lo suficiente para que la cabeza le quedara fuera del agua y tiré de él.
Entonces vi en la orilla a una mujer pelirroja que nos esperaba. O, mejor dicho, estaba en la orilla gritando, corriendo de un lado a otro. En cuanto vio que me acercaba, ahora ya caminando, echó a correr hacia mí, me quitó al niño de los brazos y lo llevó ella el resto del trayecto, tocándolo, inspeccionándolo.
—¡No respira! —chilló.
Respiración artificial. Yo había visto cómo se hacía, me lo habían explicado,
pero nunca la había hecho. Había llegado el momento de ponerlo en práctica. La mujer no estaba en condiciones de hacer nada útil y por allí no se veía a nadie más.
En cuanto llegamos a la orilla le arrebaté al niño. No tendría más de cuatro o cinco años y no era muy grande.
Lo dejé en el suelo, boca arriba. Le incliné la cabeza hacia atrás y empecé a
hacerle la respiración boca a boca. Vi que se le movía el pecho y le insuflé aire.
Luego, de repente, la mujer comenzó a pegarme.
—¡Has matado a mi niño! —chilló—. ¡Tú le has matado!
Me di la vuelta y me las arreglé para sujetarla por las muñecas.
—¡Ya basta! —grité, imprimiendo a mi tono de voz toda la autoridad de la que fui capaz—. ¡Está vivo!
¿Lo estaba? No podía asegurarlo. Quisiera Dios que estuviera vivo.
—El niño está vivo. Déjeme ayudarle.
La aparté, aliviada de que fuera algo más menuda que yo, y dediqué de nuevo toda mi atención a su hijo. Entre una y otra respiración la vi mirándome fijamente, sin expresión alguna en los ojos. Luego se dejó caer de rodillas a mi lado, llorando.
Unos instantes después el niño empezó a respirar sin ayuda. A respirar y toser, a atragantarse y vomitar y llamar a su madre, llorando. Si podía hacer todo aquello, estaba bien. Yo me aparté un poco de él y me senté, aliviada, tranquila. ¡Lo había conseguido!