El recuerdo de Aurora Bernárdez

En el Día del Escritor el recuerdo de Aurora Bernárdez – (Buenos Aires, 1920 – Paris, 2014)
Por Lidia Rissotto

Conocí (y el verbo es excesivo) a Aurora Bernárdez hace algunos años en Banfield. En rigor de verdad, compartí con ella y con amigos de la Sociedad Argentina de Escritores una breve visita que Bernárdez hizo al pueblo donde había transcurrió gran parte de la infancia de Julio Cortázar.


La audaz invitación partió de Alcira Doro Maddonni: Alcira supo que Bernárdez estaría en Buenos Aires, se puso en contacto con ella y las dos acordaron el encuentro. Alcira me llamó por teléfono muy entusiasmada para decírmelo; ya años antes habíamos estado elucubrando juntas la necesidad de que Banfield recordara a su ilustre vecino y de esas conversaciones y de la conocida tenacidad de Alcira surgieron, más adelante, la esquina Julio Cortázar en el cruce de las calles Rodríguez Pena y San Martín en Banfield, a metros del solar donde se levantaba la casa de su infancia, y la placa de mármol en una de las plazoletas que rodean a la estación del ferrocarril. Con el tiempo Banfield fue haciendo público su reconocimiento a Cortázar y aparecieron murales, rayuelas, obras de arte y, en 2014, bellos homenajes en el centenario de su nacimiento.
Aurora y Julio, más allá de un matrimonio que terminó de común acuerdo, fueron amigos toda la vida; literalmente, toda la vida: ella lo acompañó en sus últimos momentos y él le confió la custodia de su obra nombrándola albacea.
Cuando supe que vendría a Banfield inmediatamente empecé a imaginar actos oficiales, recepciones con autoridades, qué sé yo; pero Alcira me frenó: “Aurora quiere que sea una visita estrictamente privada”. Y así la armamos: la visita fue estrictamente privada. Bernárdez llegó en un remis a la estación de Banfield. Le mostramos la placa de mármol que la SADE había hecho colocar en recuerdo del escritor y, a bordo del auto de Alicia Danesino y junto con Darcy Tortonese partimos las cinco a recorrer los lugares de la infancia de Cortázar; terminamos la tarde tomando café en casa de Rudy Hedemann junto a otros amigos. En la Escuela No. 10 Bernárdez disfrutó especialmente de las fotografías de aquel escolar flaco y alto que, a juzgar por los boletines de calificaciones que se conservan en la escuela, era muy buen alumno y se fotografió frente al mural que lo recuerda en el acceso al edificio y junto al sencillo portoncito que perteneció a la casa de la familia de Cortázar que la escuela exhibe en su vestíbulo.
Aurora Bernárdez era una señora encantadora. Señora en el sentido más clásico: de modales suaves, discreta en el vestir, de peinado impecable. Encantadora porque no escatimaba su sonrisa ni su sentido del humor. Para mí era casi un sueño estar conversando con ella, pensar que había estado tan cerca de Cortázar, que habían compartido tanta vida juntos. Ella no hizo referencia alguna a nada personal y en todo momento se refirió a él como Cortázar. Pero no solo por eso era como un sueño: el nombre de Aurora Bernárdez era reconocido en el ambiente de los traductores literarios como uno de los más importantes de la Argentina. También compartió con Cortázar la profesión de traductor no solo de obras literarias sino de documentos de la Organización de las Naciones Unidas, donde los dos trabajaron.
La figura del traductor suele quedar velada por el autor o por la obra misma. Claro, uno lee sin pensar quién transformó a “Romeo and Juliet” en “Romeo y Julieta”, o a “Mémoires d’Hadrien” en “Memorias de Adriano”, a “The Wild Palms” en “Las Palmeras Salvajes”, aunque detrás de esas transformaciones estén Pablo Neruda, Julio Cortázar o Jorge Luis Borges, aunque la intervención en el texto original perteneciente a una cultura y a una tradición específica haya generado un nuevo original que pasa a formar parte de otra cultura y de otra tradición, en un libre y osado ejercicio de recreación literaria.
Aurora Bernárdez se inscribe en esa categoría de traductores excepcionales que ahondan en el texto para transmutarlo, para crear un universo que obedecerá a sus propias leyes. Su traducción de “Estos trece” de William Faulkner es un modelo de fidelidad al espíritu de la obra y a las demandas lingüísticas de la compleja lengua española y, al mismo tiempo, un acabado reflejo del estilo faulkneriano.
Pero no solo Faulkner llega a la literatura en lengua española de la mano de Aurora Bernárdez. La lista de los autores y de las obras que tradujo es impresionante: «El cielo protector», de Paul Bowles; «Pálido fuego», de Vladimir Nabokov; dos tomos (Justine y Balthazar) de «El cuarteto de Alejandría» de Lawrence Durrell; «El malentendido» (traducción compartida con Guillermo de Torre) y «Calígula» de Albert Camus; «La náusea» de Jean Paul Sartre. Y cinco obras de su amigo Ítalo Calvino: «Los amores difíciles», «Por último, el cuervo», «Las cosmicosas», «Memoria del mundo y otras cosmicosas», «Las ciudades invisibles», entre otros.
Mario Vargas Llosa dedicó a Aurora Bernárdez su prólogo al tomo I de los “Cuentos Completos” de Cortázar publicado en 1996. Fueron amigos y la última vez que los vio juntos, recuerda allí el ganador del premio Nobel, fue en 1967 en Grecia “donde oficiábamos los tres de traductores, en una conferencia internacional sobre algodón”. Después nos habla de ella:
“Era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores. Que Julio escribiera y Aurora sólo tradujera (en su caso ese sólo quiere decir todo lo contrario de lo que parece) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor. Ahora que vuelvo a verla, después de tantos años, me muerdo la lengua las dos o tres veces que estoy a punto de preguntarle si tiene muchas cosas escritas, si va a decidirse por fin a publicar…Luce los cabellos grises, pero, en lo demás es la misma. Pequeña, menuda, con esos grandes ojos azules llenos de inteligencia y la abrumadora vitalidad de antaño.”
Así la vimos en Banfield, la señora discreta, cordial, inolvidable que, calladamente, iluminó el campo de la literatura universal para los lectores de lengua española. Goethe sostuvo que la traducción abre las puertas a experiencias que de no ser por ella, nos estarían vedadas. Bernárdez tenía el arte y el talento de franquearlas: sin su trabajo seguramente tendríamos otras traducciones, seguramente no tan admirables.
Pocos años después de su muerte se publicó “El libro de Aurora” que reúne poemas, cuentos y notas escritos por ella y rescatados por sus amigos para que finalmente salieran al mundo. Con este libro el legado de Aurora Bernárdez, y su vida dedicada a la literatura desde ángulos tan distintos, alcanzan su brillante completitud.