Basta de soledades

Cuento de Laura Massolo

Cuando llego de la facultad, muy tarde, la botella mutilada desborda, y hay yerba y cenizas alrededor. Lucio duerme y mamá está en la computadora, como de costumbre, jugando al solitario. No me gusta comer así: me deshago de toda esa mugre y paso un trapo por la mesa. Después lavo mi plato y los de ellos, para que mamá, cuando se levante, encuentre todo limpio. Se me ocurre que, a la mañana, esos contenidos ya secos deben parecerse mucho a un recipiente del desierto.

Yo lo quiero a Lucio. Es tan difícil demostrarle mi cariño como soportarlo. Pero lo quiero de veras. Mamá dice que le debemos lo poco que tenemos, que si pude terminar la escuela fue gracias a él, que nos ha cuidado siempre a las dos.

Lo quiero por todo eso y porque le imagino cierto desamparo más allá del gesto hosco, del desdén, de las burlas. Y porque a veces me gustaría poder abrazarlo, como supongo que se abraza a un padre, aunque él no me lo permita, aunque diga tantas malas palabras, aunque haya que verlo, todo el día y todos los días, llenando de basura esas botellas plásticas.

Los sábados salgo de la tienda a las tres de la tarde, así que llego cuando van diez o quince minutos de ese programa del solitario que miran desde hace unos meses. Mejor dicho, el que mira mamá, porque Lucio no hace otra cosa que reírse y decir que los que van a ese programa son unos pajeros. Mamá lo hace callar, le pide que la deje tranquila, que es el único programa que a ella le gusta, que no sea egoísta. Él sigue con ironías, con palabrotas, y se queda ahí, sentado frente al televisor, como si la silla tuviera un imán, como si no existiera en la casa otro lugar para pasar las horas y las horas.

Siempre han discutido por pavadas. Al menos, no recuerdo haber escuchado una discusión grave, ni una humillación, ni sospechas ni amenazas ni quejas. Y las quejas de mamá son tan inútiles como intrascendentes.

Por ejemplo, mamá odia que Lucio haga eso con las botellas plásticas: les corta el cuello con un cuchillo, las pone sobre la mesa, entre él y el televisor, y va vaciando el mate ahí dentro. También las usa de cenicero, de modo que, a las pocas horas, a través del plástico, se ve una pasta de yerba húmeda, verdinegra, inmunda, salpicada de colillas marrones.

Mamá dice que eso es un asco, que no le costaría nada levantarse a vaciar el mate en el basurero, que le da vergüenza que venga alguien y vea toda esa porquería en medio de la mesa. Él lo sigue haciendo. Total, casi nunca viene nadie.

Cuando llego de la facultad, muy tarde, la botella mutilada desborda, y hay yerba y cenizas alrededor. Lucio duerme y mamá está en la computadora, como de costumbre, jugando al solitario. No me gusta comer así: me deshago de toda esa mugre y paso un trapo por la mesa. Después lavo mi plato y los de ellos, para que mamá, cuando se levante, encuentre todo limpio. Se me ocurre que, a la mañana, esos contenidos ya secos deben parecerse mucho a un recipiente del desierto.

De todos modos, me voy a la tienda convencida de que, al rato, una botella nueva ocupará el escenario de la mesa.

Antes, mamá se sentaba junto a él y le cebaba mate. Conversaban, buscaban en los avisos clasificados. Ahora no puede, tiene mucho trabajo. Si no sale a vender los tejidos, está preparando tortas de cumpleaños y, si no, limpiando la casa o cocinando. Ni bien le queda un rato libre, se pone a jugar en la computadora.

Lo quiero a Lucio, pero admito que me molesta que no ayude con nada. Es de los hombres que piensan que la casa es asunto de mujeres. El problema es que, desde hace tiempo, todas las cuestiones de la casa son asunto mío y de mamá. Pero no digo una palabra y colaboro con lo que puedo y compro libros usados y trato de seguir pensando que son felices, a su manera, con sus continentes truncados y con la transparencia de los residuos.

Antes, también, salían. Tomaban el colectivo hasta la costanera o iban al cine o a mirar vidrieras al shopping. Ahora están constantemente aquí metidos.

Suelo decirle a mamá que, alguna vez, si quiere, pase por la tienda, que se compre algo de ropa, que la podemos pagar en cuotas y con rebaja. Me parece que, si se arreglara un poco, a lo mejor, Lucio también podría reaccionar, ponerse un par de zapatos en vez de esas pantuflas eternas, afeitarse, volver a ser el tipo lindo y bueno al que siempre he querido querer como si fuera un padre. Ella me dice que estoy loca, que no estamos para gastos. Que no le falta nada.

A mamá le gustó el programa desde la primera vez que lo vio. Lucio tiene un poco de razón: no es divertido, y el conductor no tendría que burlarse tanto de los participantes. Les pregunta cómo viven, por qué juegan al solitario tantas horas, si no tienen sexo, en quién o en qué pretenden no pensar. Y la gente habla. Parece increíble que la gente necesite tanto de poder hablar, contar intimidades, tristezas, abandonos, hacer público el desasosiego, transmitir en vivo y en directo los raudales de soledad. Un sábado, una mujer lloró tanto que no pudo jugar. Así y todo, el conductor no dejó de burlarse.

Lucio también se mata de risa de los que contestan. Insiste con que son unos pajeros. Mamá, en cambio, defiende el argumento de que los que ganan la ronda del mes consiguen muy buena plata, y se queda como fascinada mientras aparecen las cartas en la pantalla. Se apasiona, grita, intenta avisarles a los que pasan una carta sin darse cuenta, se entristece si alguno queda eliminado en la primera ronda y hasta recuerda los puntos que tienen sumados desde la semana anterior. “Basta de soledades” se llama el programa; y ella, últimamente, se acuesta casi al amanecer para quedarse jugando.

Hubo un día, hace poco, en que creí que iban a pelearse, el mismo día en que les comenté que pensaba alquilar un departamentito más cerca de la facultad. Mamá estaba embolsando unos tejidos y a Lucio se le cayó la botella; enseguida se desparramó por la mesa un jugo parecido a la bilis, manchó las bufandas, un par de guantes, todas las bolsas. Sos un vago, no te soporto más, la casa se viene abajo, no te importa nada, me tenés harta, vivimos en la miseria. Mamá limpió todo a los gritos y tiró la botella, el paquete de yerba, el mate, la bombilla. Lucio se quedó callado. Al rato lo escuché salir, en pantuflas, a comprar otro paquete de yerba y, enseguida, el ruido del cuchillito cortando de nuevo el plástico.

Decidí que era mejor quedarme: no podrían vivir sin mi sueldo. Y tal vez se asustaron por eso y mamá gritó tanto por eso, y yo a Lucio lo quiero, aunque tenga conmigo ese trato distante, aunque me canse de verlo así, llenándonos la vida de suciedad, de quietud y de nada.

Mamá se debe haber enojado en serio ese día, porque después vino a la tienda, se compró un pantalón negro, muy lindo, y una camisa con lunares. Pero todas las noches siguió jugando al solitario, sin peinarse, sin pasar por el espejo.

Hoy llegué y Lucio estaba mirando el programa, solo. No le pregunté nada porque esa cara larga de siempre parecía más larga que nunca. No hay que hablarle cuando está así: empieza con las malas palabras, parece que me insulta, es capaz de decir cualquier grosería, me mira con desprecio. Prefiero ni acercarme.

Demasiado larga la cara. Demasiado roto el gesto altanero. Demasiado blandos los ojos contra la pantalla del televisor, y entonces miro, y allí está mamá, lindísima, con el pantalón negro y la camisa con lunares.

Me siento al lado de Lucio, muy cerca, muy cerca, hasta sentir el olor hediondo del tabaco entre la yerba.

Mamá, ahora, avanza hacia el micrófono. El conductor le pregunta las mismas cosas incómodas.

Lo único que dice mamá es que juega al solitario para no saber de tantos sueños muertos. El conductor se ríe, le hace burla; ella camina serena hasta el tablero y empieza el juego.

Entonces lo abrazo, como supongo que se debe abrazar a un padre, porque Lucio está llorando, desconsolado. Y después dejo que se levante, que camine, que tire a la basura la botella de plástico repleta de mugre; que vuelva, que apoye la cara mojada en la mesa, entre un poco de yerba y un poco de ceniza, y que me permita que le pase los dedos, así, muy despacio, por el pelo todo blanco.

Por suerte, mamá perdió en la primera ronda.

*** Finalista en el XIIIº Premio Mario Vargas Llosa NH de Relatos (Abril 2010)

Laura Massolo es poeta, cuentista y novelista. Nació en Lomas de Zamora (Buenos Aires) en 1954. Imparte talleres literarios desde 1988. Ha publicado los libros de cuentos Al bordeLa otra piedad y El Florero roto y los dragones, y los de poesía Afuera estaba el mundoY amén y Todas las muertes son más graves. También ha hecho varias publicaciones en España, México, Perú, Brasil, Estados Unidos, Francia y Austria. Su libro Al borde fue editado en 2010 por la Editorial Bruño de Lima, Perú. Sus últimas obras llevan por título Desterrado ángel de la guarda (Buenos Aires, 2010) y Vocabulario Enfermo (Ediciones Ruinas Circulares, 2011). Ha obtenido, entre otros premios el “Juan Rulfo” de Radio Francia Internacional (París, Francia), “Copé” (Lima, Perú) y “Miguel de Unamuno” (Salamanca, España). Reconocimiento Palas Atenea 2015.