Tarde de verano

Cuento. Autora:

Lidia Rissotto

Dos de agosto de 1945.

Mi querida Elvira:

hoy es otra de esas tardes asfixiantes de verano en las que uno desearía estar en la playa con los pies metidos en el agua fresca del mar y en  cambio solo puedo abrir mi agenda de Buenos Aires y elegir tu nombre para iniciar una carta que no podré enviar hasta que termine esta cosa horrible de la guerra. Me hace bien escribir, pensar,  en castellano. Todavía a mi edad no sé cuál es mi verdadera lengua. Pero dejame contarte algo de todo lo que me sucedió los últimos años. Sabrás por mis hermanas que me casé y que tengo dos nenas preciosas, la mayor de dos años y una bebé de ocho meses. Hace casi cuatro semanas que no las veo porque cuando comenzó la evacuación de las ciudades las envié al campo donde vive mi suegra. Estoy segura de que las nenas están bien: la abuela las adora, juega con ellas, les pone vestiditos tradicionales que guarda desde su infancia y sin embargo no puedo dejar de pensar en ellas. Kenzo me prometió que iremos a verlas en cuanto pueda dejar su trabajo por unos días aunque al paso que vamos dudo que sea pronto. Cada vez llegan más heridos de las Filipinas. Hasta yo misma he debido ayudar a Kenzo en el hospital porque se le ocurrió mencionar mis estudios de bioquímica en Buenos Aires e inmediatamente me nombraron asistente de la guardia.

¿Te imaginas? Nada menos que a mí, que nunca pude ver dos gotas de sangre juntas sin caer desmayada. Por suerte enseguida se dieron cuenta de que mi presencia era más bien una carga y me transfirieron a un puesto administrativo. Lo único bueno que ocurrió allí fue que una  mañana escuche que dos monjas, perdoname la grosería, estaban mandando a la «eme» al director del hospital en perfecto castellano. Al oírlas me puse a reir de dicha. Enseguida fui a trabajar con ellas como traductora. Las monjas habían reunido en una finca de las afueras de la ciudad a gran cantidad de niños huérfanos o cuyos padres estaban en el frente y que carecían de familiares que se ocuparan de ellos. Ni ellas ni yo descansábamos un minuto. Por entonces aun vivíamos con mis suegros y una de mis cuñadas solteras se ocupaba de mi hija mayor de manera que yo podía dedicar las tardes a las misioneras y al campamento de niños. Te acordás cómo odiábamos a la profesora de francés en el colegio? Bueno, ahí estaba yo escribiendo en mal francés a cientos de organizaciones de países neutrales pidiendo ayuda y comida para nuestros chicos. Muy pocas respondieron pero la Cruz Roja nos enviaba de vez en cuando alguna caja con alimentos y medicinas. 

Un día me di cuenta de que estaba embarazada de nuevo y eso fue una enorme felicidad, sobre todo para Kenzo que en esa época volvía a casa física y moralmente deshecho. A veces se sentaba solo, en silencio, junto al minúsculo espejo de agua de nuestro jardín durante largos ratos. Hoy llegaron cuatro camiones, decía, sin que fuera necesario aclarar que eran de heridos de algún bombardeo. Las operaciones casi a oscuras, bajo la luz de lámparas portátiles cada vez que sonaban las alarmas, lo tenían exhausto. Mi embarazo fue un motivo de esperanza para él porque anhelaba un varón, pero también fue un nuevo lazo con la vida y retomó sus acuarelas. No pintaba tanto como antes de la guerra pero pudo preparar una carpeta con bosquejos de orquídeas. Cuando me los mostró volví a enamorarme de él: cómo no amar a un hombre capaz de crear con manchas la ilusión de flores maravillosas en medio de la muerte. Las orquídeas de Kenzo me recordaron la flor del palo borracho que tanto me gusta desde siempre y se me ocurrió, Elvira, la idea más loca de mi existencia: lograr que él las conociera. Resulta que cuando me fui de Buenos Aires las chicas de la división me hicieron una despedida, vos te habías ido a Rosario, y me regalaron un montón de cosas que en aquel  momento me parecieron tontas pero que a pesar de todo, y gracias a Dios, traje conmigo. Había un frasco lleno de aire argentino,  un alfiletero con arena de Mar del Plata que oxidaba las agujas y un puñado de semillas de un palo borracho de Palermo bajo el que nos sacamos una foto, ¿te acordás?, aquella vez que fuimos todas juntas a celebrar el tercer aniversario de nuestra graduación: vos estás haciendo morisquetas a mi lado. Así que sembré las semillas en macetas, sin muchas esperanzas ya que suelen perder su fertilidad en poco tiempo, y esperé. Semanas después advertí que la tierra de una de las macetas, igual que mi panza, parecía hinchada, formando una pequeña cúpula con una rajadura en la parte superior.

Sí, por supuesto, era lo que estás pensando. El brote empujaba desde adentro hasta que al fin asomó un pedacito de tallo doblado y después las hojas verde pálido. Ahora la planta tiene como veinte centímetros de altura y está en la plenitud de su color. Con Kenzo hemos decidido que cuando sea el momento de ponerla en tierra la donaremos al jardín botánico de la ciudad y me prometió dedicarle a sus flores las mejores acuarelas de su vida. Cuando llegué aquí tan sola, tan joven para casarme con él, un desconocido, tuve mucho miedo y sin embargo no quise causarle una pena a mis padres. Estaban tan ilusionados con que una de sus hijas volviera a la tierra natal y siguiera las  tradiciones de la familia. Sólo a mis hermanas les confié mi temor antes de irme y sin embargo ninguna pudo hacer nada. Kenzo resulto ser una sorpresa. Creo que si no estuviéramos juntos no habría podido soportar la guerra. Ahora la situación ha empeorado y hace meses que no pinta. Pero sé que volverá a hacerlo. Por él, por mí, por las flores del palo borracho que serán como un regreso a mis recordados días de Buenos Aires.

Tendrías que verme ahora convertida en la líder del vecindario. Cuando nació la bebé debí dejar el trabajo con las monjas pero aproveché mi experiencia y mis relaciones para organizar un grupo de defensa contra ataques aéreos. Ayer tuvimos un ensayo y te confieso que no salió nada mal. Participaron todos los vecinos, incluyendo al señor que vive en la casa más lujosa y que jamás saluda a nadie. Yo había señalado con anterioridad la ubicación de las supuestas bombas y mediante postas transportamos baldes de agua para apagarlas. En medio de lo serio de la situación, porque cada uno sabe muy bien que la menor chispa puede incendiar nuestras casas de madera y papel, fue bastante divertido y terminamos todos con un sentimiento de protección mutua que nos hace sentir a salvo. Creo que ayer el señor de la casa lujosa aprendió a saludar. ¿Qué te parece? ¿Reconocerías en mí a la chiquilina tímida y callada que se sentaba en la fila de atrás en el colegio?

Y no te doy más lata, Elvira, te dejo ahora y espero que sea hasta muy pronto. Cuando la guerra termine y el correo vuelva a funcionar tu antigua condiscípula Aiko va a gastarse alegremente una fortuna en estampillas para despachar todas las cartas que por ahora esperan en un cajón. Para la tuya tengo pensado comprar una con lirios de agua iguales a los que hay en mi jardín. No encuentro palabras para describírtelos, hay de color rosa, amarillo, blanco. Ojalá algún día puedas venir a visitarme no sólo para ver mis flores. Podríamos salir a pasear como hacíamos por Palermo: en el centro de la ciudad hay un parque con árboles de más de doscientos años. Somos un pueblo amante de la vida, de la naturaleza. Te mostraría cedros, sauces, aromos como seguramente nunca has visto y, por supuesto, están los cerezos, los espléndidos cerezos de nuestras espléndidas primaveras junto a los cuales florecerán algún día mis palos borrachos, mis dos preciosas hijas y mi amor por Kenzo en esta ciudad que es hoy también mi ciudad, Hiroshima.