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Han Kang, la surcoreana que ama a Borges

La Academia Sueca eligió a la autora de La vegetariana y La clase de griego «por su intensa prosa poética que confronta traumas históricos y expone la fragilidad de la vida humana». La escritora, que estuvo en la Argentina en La Feria del Libro de 2013,  dice que «hacer preguntas, eso es para mí escribir».

Por Silvina Friera – 11 de octubre de 2024 – 00:01

¿Qué es el ser humano? ¿Por qué anida la violencia en él? Estos interrogantes que afligían a la niña nunca se esfumaron del horizonte de sus preocupaciones existenciales y literarias. La escritora surcoreana Han Kang, que deambula por la vida llena de preguntas, ganó el Premio Nobel de Literatura “por su intensa prosa poética que confronta traumas históricos y expone la fragilidad de la vida humana”, anunció la Academia Sueca. La obra de la autora de La vegetariana –excepcional novela publicada en 2012 en Argentina por la editorial Bajo la luna, traducida directamente del coreano por Sun-me Yoon, y presentada en la Feria del Libro de 2013 con la participación de la escritora– se caracteriza por una doble exposición del tormento -como tormento mental y físico- y por sus conexiones con el pensamiento oriental.

[…] Kang se mudaba constantemente porque no tenían casa propia. Su padre, el novelista Han Seung-won, era joven, pobre y escritor. Su familia se trasladó a Seúl cuando ella tenía 11 años y estudió en cinco escuelas diferentes; para ella no fue fácil acostumbrarse a algo nuevo cada poco tiempo. En su casa no había casi muebles ni objetos decorativos, pero estaba llena de libros. Ante tantas mudanzas y cambios, los libros fueron una especie de protección y refugio. “Gracias a los libros, a la lectura, no me sentí tan mal, no me sentí sola. Pasó el tiempo y esas lecturas continuaron a través de la escritura de una manera natural”, recuerda la ganadora del Premio Nobel de Literatura, que estudió literatura coreana en la Universidad de Yonsei y trabajó como periodista para las revistas Publishing Journal y Samtoh, entre otras.

[…] La última novela de Kang, publicada en español en 2023, es La clase de griego, en la que explora la relación entre un profesor de griego que está perdiendo la vista y una mujer que ha perdido su capacidad de hablar por segunda vez en su vida. “De sus respectivos defectos surge una frágil historia de amor. El libro es una hermosa meditación sobre la pérdida, la intimidad y las condiciones últimas del lenguaje”, lo definió la Academia Sueca. La feroz ironía del destino emerge en las primeras líneas de esta novela de la surcoreana en la que manifiesta su admiración por Jorge Luis Borges, un escritor que, como se sabe, nunca ganó el Nobel.

Fuente:

Extracto del artículo publicado en: https: //www.pagina12.com.ar/773772-han-kang-la-surcoreana-que-ama-a-borges

Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera vez. No era ni muy alta ni muy baja, llevaba una melena ni larga ni corta, tenía la piel seca y amarillenta, sus ojos eran pequeños, los pómulos algo prominentes, y vestía ropas sin color como si tuviera miedo de verse demasiado personal. Calzada con unos zapatos negros muy sencillos, se acercó a la mesa en la que yo estaba sentado con pasos que no eran ni rápidos ni lentos, ni enérgicos ni débiles.

Si me casé con ella fue porque, así como no parecía tener ningún atractivo especial, tampoco parecía tener ningún defecto en particular. Su manera de ser, sobria y sin ninguna traza de frescura, ingenio o elegancia, me hacía sentir a mis anchas. No hacía falta que me mostrara culto para atraer su atención ni tenía que andarme con prisas para llegar a tiempo a nuestras citas. Tampoco había razón para que me sintiera menos cuando me comparaba a solas con los modelos que aparecían en los catálogos de moda masculina. Ni mi barriga, que había comenzado a abultar a partir de los veintitantos, ni mis delgados brazos y piernas, que no ganaban músculo a pesar de los esfuerzos que hacía —ni siquiera mi pequeño pene, que era la causa de un secreto complejo de inferioridad—, me preocupaban lo más mínimo cuando estaba con ella.

Nunca he pretendido más de lo que creo merecer. Cuando era pequeño me las di de bravucón en las calles poniéndome al frente de una banda de chiquillos que eran menores que yo. Cuando me hice mayor, solicité ingresar en la universidad que me concedía la beca más jugosa y luego me di por satisfecho entrando en una pequeña compañía que, además de apreciar mi escasa capacidad, me entregaba todos los meses un sueldo modesto. Así pues, fue natural que eligiera casarme con ella, que tenía el aspecto de ser la mujer más corriente del mundo. De hecho, jamás he podido sentirme cómodo con las mujeres bonitas, inteligentes, sensuales o provenientes de familias adineradas.

Tal como lo había esperado, mi mujer se ajustó sin problemas al rol de esposa común y corriente que yo deseaba. Todas las mañanas se levantaba a las seis y me preparaba como desayuno arroz, sopa y un trozo de pescado. También continuaba haciendo los trabajos temporales que desempeñaba de soltera, lo que constituía una aportación —si bien modesta— a la economía familiar. Era profesora asistente en una academia de computación gráfica, donde había estudiado, un año y en casa trabajaba por encargo transcribiendo los textos a los globos de diálogo de las historietas.

Era más bien callada. Rara vez me pedía algo y no se quejaba por muy tarde queyo volviera del trabajo. Tampoco me insistía en que saliéramos los domingos o festivos que estábamos juntos en casa. Mientras yo me pasaba toda la tarde haraganeando frente al televisor con el mando en la mano, ella solía quedarse metida en su habitación. Seguramente trabajaba o leía algún libro —su única afición era la lectura, pero la mayoría de los libros que escogía parecían tan aburridos que ni daban ganas de abrirlos—. Cuando se acercaba la hora de cenar, salía del cuarto y se ponía a cocinar en silencio. Para ser sincero, no era nada divertido vivir con alguien así, pero yo estaba agradecido por ello, pues no soportaba a las mujeres que hacían sonar varias veces al día los móviles de sus maridos —como las esposas de mis compañeros de trabajo y amigos—, o a las que los regañaban frecuentemente y terminaban provocando ruidosas peleas matrimoniales.

Si había algo que la hacía diferente al resto de las mujeres era que no le gustaba usar sujetador. Durante nuestro corto e insulso noviazgo le puse un día por casualidad la mano sobre la espalda y me excité ligeramente al comprobar que no llevaba el sujetador debajo del jersey. La observé durante un rato por si acaso me estaba enviando algún tipo de señal intencionada, pero llegué a la conclusión de que no era así. Si no era eso, ¿qué era? ¿Pereza? ¿Acaso negligencia? No podía entenderlo. El que no llevara sujetador no se correspondía con su escaso pecho. Si al menos hubiera usado un sostén con relleno, no me habría hecho quedar tan mal cuando la presenté a mis amigos.

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