El principio de un affaire

Grandes pasiones argentinas

lanacion.com|Revista/ de edición impresa del Domingo 02 de enero de 2005

Victoria Ocampo
Victoria Ocampo

Victoria Ocampo & Julián Martínez:

Una relación sofocante e impetuosa entre la olímpica Victoria Ocampo y Julián Martínez, el hombre al que conoció en Europa, apenas casada, y a quien amó durante años en las sombras atractivas y angustiantes de la clandestinidad.

Quién era aquella muchacha morena a quien, en medio de la función de gala de la Opera de París, apuntaba la artillería de todos los binoculares? ¿Quién aquella extranjera «de pechera impetuosa y labios contenidos», un poco abrumada por el honor de sentarse entre dos beldades célebres -Ninette de Lettelier y Dora Rudini- y la vergüenza imprevista de que, por su sola culpa, ya nadie las mirara? ¿No era esa misma chica a quien el príncipe de Troubetzkoy habría pagado por esculpirla («quiero que pose tal como la vi pasar, el otro día, por los Champs Elysées -le había dicho en un cóctel, más lujuriosamente que quien dice desnúdese- con esa misma capa de terciopelo azul y ese cuello de zorro y ese turbante que le realza los pómulos salvajes») ¿No era la misma petite sudamericaine en plena luna de miel a quien veían pasar diariamente por la Rue de Ponthieu eligiendo platería para su jaula de oro, flanqueada por un marido muy buen mozo, d’accord, pero un tanto rudimentario, que decía su apellido como quien funda un pueblo y enseguida rogaba que lo llamaran Monaco, «igual que el principado, pero sin el acento» -y ella se avergonzaba, sin el mal gusto de mostrarse superior. No, nadie sabía su nombre, pero ya en el entreacto, en medio del foyer que olía a puros, a sudor, a perfumes, un conde susurró al pasar a su lado: «Si algún día se cansa, envíeme una tarjeta con una crucecita: yo entenderé. Bastará».

Victoria Ramona Francisca Ocampo Aguirre de Estrada firmó, dos días después, el libro de registros del Gran Hotel de Roma, diecinueve años, casada, y es raro que tampoco en la Argentina ese nombre significara todavía mucho, ni siquiera para ella: poco más que el reflejo de su cara en los ojos de los otros.

Hija mayor de un patriarca a quien llamaban el Tata, como para señalar, entre sus cuidados rasgos de señor civilizado, su bárbara «neurastenia»; primera de seis hermanas que temblaban o huían delegándole a ella -a su voluntad de acero- la tarea de «contestar» y de abrirles camino; escoltada por una institutriz, un ama de compañía criolla y una legión de sirvientes que, al volverse ella señorita, se hicieron feroces cancerberos; Victoria había crecido «como en un fanal».

Con manía de prisionera escribía cartas diarias a Delfinita Bunge, pero aún no soñaba con ser escritora; su esperanza -¡qué escándalo!- era volverse un día cantante o actriz, y por eso acudía puntualmente «a Colón» a entrever en el arte la verdadera vida. Había sido allí, desde aquel otro palco que el Tata había adquirido como propiedad inmueble, que había creído conocer y amar a aquel Monaco, en cuya confianza infantil en el mundo ella misma confiaba para franquear todas aquellas fronteras que, en su vocabulario, tenían sólo un nombre: virginidad. Y es cierto que ahora en Roma, como en París, Monaco le permitía leer lo que quisiese, mirar lo que quisiera, y aun le descubría «el paraíso de los sentidos». Pero a ella le gustaban a tal punto los hombres que llegó a sospechar que sentiría lo mismo con cualquier otro cuerpo. Y sobre todo, ¡Monaco era, espontáneamente, un conservador tan feroz, de esos que no distinguen entre tradición, lugares comunes, y más aún, inercia! Así, tan pronto empezó a notar, por las calles de Roma, que Victoria tampoco era como él creía, enloqueció lenta, literalmente, de celos («no eran celos carnales: eran celos de amor propio»); y más que el yerno del Tata se hizo lugarteniente. Tan pronto «Victorita» se le «amotinaba», él no la reprendía: amenazaba, simplemente, con escribir a Buenos Aires. Y Victoria bajaba la cabeza y esperaba. Sabía, sin saberlo, que pronto, de su secreto, llegaría su fuego, su infierno, su divina comedia.

Julián Martínez era un «pariente cercano» de Monaco a quien éste nunca hubiera llamado «primo» porque era «hijo natural de un tío calavera», pero al que invitó a comer en aquellos días de Roma, por no ser descortés, porque en cierto apartado restaurante y a ciertas horas no resultaba indecente que los vieran con él, y quizás, sobre todo, porque ya lo aterraba quedarse a solas con su esposa. Julián, por lo demás, no representaba un peligro de adulterio: le llevaba más de quince años a Victoria, y ella, sin conocerlo, lo despreciaba expresamente, porque entre su larga lista de amantes había figurado una mujer casada, «que por él se había expuesto al escarnio social». Pero bastó que él entrara, esa noche, en el vestíbulo del hotel donde ambos lo esperaban (el pelo todavía oscuro, los grandes ojos verdes con la alegría dolida de quien ya aprendido que todo esto que ve pasará pronto); bastó que le mirara, a Victoria, la sonrisa, la boca, para que ella entendiera que podía ser personaje de otra historia, una historia que no era la que preveían sus padres ni el resto del beau monde, pero que no podría conocer a menos que la viviera. Y fue una revelación tan inmensa de goce y de desdicha que ella, durante muchos días, ni siquiera temió: tan sólo se miraba, en cuanto podía, la boca (en el espejo de la breve polvera, en el vidrio de un taxi o hasta en un charco de agua). Su boca: la primera palabra de un idioma indescifrable. Quizá fuera de acero, como creían sus hermanas, pero era «limalla de acero», y Julián era su imán.

Monaco no advertía este ravissement, ni advirtió, en el hipódromo, aquella mirada entre Julián y Victoria, de una fila de butacas a la otra, ni cómo ella entendió que Julián sabía todo, y cómo cayó enseguida, «por el hoyo sin fondo de esos ojos» hacia otra dimensión: la pasión compartida, la que no tiene excusas para ser abortada. Pero los celos de Monaco, su olfato de jabalí rugbier, empezaron a volverse tan grotescos como para hacerse comidilla en todo Buenos Aires, y pronto hubo alguien, por supuesto, que los aprovechó.

Nunca se supo bien. Quizás haya sido una amante despechada de Julián que le envió el anónimo a Monaco, mintiendo que Victoria y Julián «iban a casas de citas». Lo cierto es que Monaco armó un escándalo que sólo por un milagro no llegó a oídos del Tata, y que Victoria, en secreto, pretendió atemperar, tal vez para que Julián no aceptara un reto a duelo. Lo llamó por teléfono. Quería decirle adiós. Pero fue escuchar la voz y reparar, temblando, que nunca antes habían hablado a solas, que estar así, a solas, era si no la única dicha imaginable, sí la única imprescindible. El fue claro como todo desvalido: «De usted depende, mi querida, que yo sea feliz o enteramente desgraciado». Ella dijo, evasiva, cayendo en su propia trampa. «Quizá si yo tomase un taxi y después de dar vueltas, digamos, por el centro, lo recogiera a usted en el Paseo de Julio, nadie lo advertiría…» No hubo, que se sepa, declaración de amor.

Los días previos, Victoria -su nombre era sólo ése, ahora, porque así la llamaba él- se debatía en medio de una violencia peor que la de su propio padre: ¿qué era esa locura de sentir que vivía por un hombre al que había visto dos veces en su vida? ¿Sólo por esa melancólica, arrasadora ternura de quien ya ha aprendido que todo pasará y, al mismo tiempo, que perderla será un dolor indecible? Pero Julián subió al taxi, el día convenido, en el Paseo de Julio, y ella le dio un beso, y ese primer abrazo -«trémulo como un dolor»- fue la mejor respuesta. «Agosto de 1914», recordaría Victoria: el invierno feroz en que estalló la guerra y en París aparecía Du côté de chez Swann, y no parecían menores aquel y otros encuentros en infinitos taxis, o en plazas desoladas de barrios apartados, recogiendo cada uno de las manos del otro -enguantadas y torpes- manicitos calientes, «hablando de pavadas» y al final la pregunta: «¿Cómo eras en la infancia», separándose rápido cuando veían venir, a lo lejos, un taxi o un coche o cualquier auto que pareciera «más rico o más alegre que aquel barrio tristón».

Leí a Stendhal ayer», dijo Victoria un día, y su boca era a un tiempo el nombre y lo nombrado. «En Del amor habla de un fenómeno físico, que ocurre en lo más hondo de las minas de Austria. Si se abandona una rama allí toda una noche, ésta amanece cubierta toda de cristalitos, más lindos que una gema; dice que los mineros los dan a quienes aman como un rico un brillante, porque es ¿te das cuenta? la misma imagen del amor. Pero dice también que el cristal no es virtud de la rama, sino de quien la corta, o en todo caso de la cueva; y eso me aterroriza, Julián.» Por terror al terror, Julián propone a Victoria que lo visite en su casa de la calle Paraguay, ya que su madre y su hermana acaban de partir para Europa. «Todos los bulincitos están llenos de espías, pero nadie sospecha que una dama como vos pueda atreverse a «deshonrar una casa de familia».

Victoria ya es capaz de todo, y en ese oscuro cuarto de perpetuo soltero, entre muebles austeros, banderines de rugby y ropa desordenada, ella misma se siente una rama cubierta de cristales. Julián, para conservarla -«la rama vuelve a ser rama si no vuelve a la mina»- ahí mismo se decide y alquila un departamentito en la calle Garay. Victoria, desesperada, se obliga a ilusionarse con aquella parodia de hogar. Lo reforma, lo decora, lo amuebla, lo visita diariamente, pero es allí, por supuesto, donde al fin los ataca el monstruo, y desde el fondo de ella. Y es allí, al mismo tiempo, donde Victoria Ocampo nace.

Porque -ya lo prevé Stendhal para l’amour-passion: la suprema tortura- pronto en la garçonnière se aloja un infierno de celos: los de ella, «retrospectivos» (¿cómo fueron las otras?), y los de él, «prospectivos» (porque llegará el día en que me sepas un viejo). Es cierto que Victoria se indigna, y se tortura, con esa obligación de guardar en secreto su verdad más profunda, y le grita a Julián que odia a sus padres, y a Monaco y hasta al mismo portero de la calle Garay que la mira sonriendo: una complicidad que es, para él, un signo de poder. «¡Someterme a un portero!». «Pero querida, el problema está en vos. Yo, donde vos quieras, vivo; yo, donde vos estés, estoy».

Ella se echa a llorar y admite un «terror físico» por la «neurastenia del Tata», el «soponcio fatal si se llega a enterar de que tengo un amante, y encima es un bastardo».

Un día Victoria llega demasiado lejos: cree estar embarazada, y piensa en suicidarse; algo de aquel temor es, en parte, falsa alarma, pero algo mucho más fuerte es el presagio que ya no puede desoír. Todo termina, entonces, todo empieza a terminar.

Pero ¿qué de aquel día, uno de los primeros en la calle Garay y en la cama de Maple, cuando Julián dormía y ella, inclinándose sobre él, había creído llegar a la «cima del amor pasión» y le besó los ojos -«como se besa a un niño, como se besa a un muerto»? ¿Qué de aquel momento límite en que se preguntó, no ya quién era ella, sino quién era él, signo dicho para ella por lo que nunca, o casi nunca habla, orilla perceptible de un absoluto que se pierde, más allá, en el misterio? De momentos como ése, dice Idea Vilariño, se puede vivir toda una vida. Escribir también se puede la poesía más bella y verdadera, porque al fin se descubre que tras el último umbral no hay poder que ganar, sino humildad, tarea, el misterio de darse.

Victoria Ocampo: Escritora. Nació en 1891 en el seno de una aristocrática familia argentina. Fundó la revista Sur en 1931 y se convirtió en una infatigable animadora cultural. Murió en 1979.

Julián Martínez Estrada: Era más de 15 años mayor que Victoria, y primo de su marido, Monaco Estrada. Diplomático, según Manuel Mujica Láinez era «el hombre más buenmozo de la época». .

Por Leopoldo Brizuela (La Plata, 1963) Traductor, narrador y periodista


 

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