Femicidio: preguntas en torno a una epidemia

 

Matilde Sanchez

En el tema de los femicidios no puede haber grieta, ni ningún uso político.

Por Matilde Sanchez

Fuente : Clarín.com /Sección Opinión 

Los femicidios en Argentina no necesitan distinguir entre número de víctimas documentadas y una cifra de víctimas simbólica, como la relativa a los desaparecidos. Aclaración innecesaria: el aumento de femicidios no guarda ninguna relación con el terrorismo de Estado durante la dictadura. En el tema de los femicidios no puede haber grietas , ni ningún uso político.
Hoy ese número nos interpela con su censo mortífero. ¿Cuántas muertas harán falta para enfrentar lo que puede llamarse una epidemia? En rigor, venimos atrasados en la necesidad de inscribir el desaforado aumento de muertas como una emergencia de derechos humanos en tiempo presente.

Escribo estas líneas cuando aún no empieza la tercera marcha de #Niunamenos; serán leídas el día después. También lo hago sin conocer detalles de la muerta de anoche en la República, dado que se produce un femicidio por día, y sin calcular la posible seguidilla tras el reclamo popular. Sabemos, porque ha ocurrido varias veces, que la repercusión mediática de cada nuevo hito macabro y de estas movilizaciones, exacerba a los agresores acelerando el patrón imitativo. No se sabe bien porqué, quizá acercan un umbral de laxitud o porque, con solo nombrar el tabú, se habilita a conjugarlo. En verdad, contamos con una carpeta cada vez más gruesa de preguntas y ninguna respuesta “científica” sobre el aumento de femicidios en el país y el mundo, pero sí sabemos que crece en el ambiente de impunidad, que libera a violadores después de un paso por la cárcel que los ha vuelto más bestiales todavía.

Quizá por deformación de la lectura de policiales, solemos pensar que debe existir una respuesta racional sobre cualquier homicidio. Una estadística tan abrumadora, para la que no existen números oficiales pero sí observatorios confiables en los que se basa Naciones Unidas, debería conducir a una síntesis de factores sociológicos que pudiera corregirlos o evitarlos. En 2666, su novela póstuma, Roberto Bolaño recoge los informes policiales documentales de más de 100 femicidios en la imaginaria ciudad mexicana de Santa Teresa. En el extenso capítulo “La parte de los crímenes”, Epifanio Galindo y Lalo Cura -dos policías que no hacen uno– discurren e intercambian hipótesis sobre esa cascada cotidiana de asesinadas. Lo mortífero y poderoso es precisamente la acumulación, los hallazgos idénticos, con diferencias de algún detalle. En su frialdad expositiva, los informes –que han sido llamados un “censo” de muertas- contrasta con las teorías descaminadas de los sabuesos y autoridades, que llegan a barajar si no serán obra de un solo homicida en serie: “¿El asesino es científico?”.

Ante esta pregunta, el criminólogo Raúl Osvaldo Torre sostiene que una respuesta “científica” no aplica al femicidio: se trata de un fenómeno cultural, con una cantidad de variables complejísimas que ponen en juego todos los ámbitos y estructuras sociales, desde la Justicia y las cárceles hasta los hogares. Este especialista, que hoy participa de distintos coloquios sobre delitos contra la integridad sexual en la región, cuenta que en 1989 Argentina tenía una estadística muy baja de femicidios, detrás incluso de Canadá y precedida muy adelante por Bélgica y España. Hoy tenemos la tasa más alta del Cono Sur, y aventajados por Centroamérica y México. Torre coincide en que no es exagerado hablar de una epidemia y que el factor imitativo es potente. Por ejemplo, atribuye a la mediatización, acrecentada por tratarse de ciudades pequeñas, la ola de femicidios en Entre Rios, en noviembre de 2016: en apenas 27 horas la violencia machista dejó ocho víctimas, seis muertas y dos heridas.

Este brote siguió al asesinato salvaje de Lucía Pérez, a mediados de octubre en Mar del Plata.¿No es esto el horror, la fábrica de monstruos? Hagamos la prueba de pasar dos veces por la descripción de la fiscal María Isabel Sánchez ante lo que quedó de esa chica de dieciséis años. Violada y empalada, sus vísceras atravesadas con objetos desde los genitales. “No encuentro una palabra para describir lo que vi; la criatura murió por la tortura del sometimiento sexual. Fueron más allá de lo imaginable”, dijo en la puerta de la morgue. El escalofrío que produce leerlo es nada ante el tormento físico que debió ser eterno para ella, al punto de que su biología consideró la muerte como un alivio. De este lado, ¿cómo encontrar una forma periodística que no cebe a los agresores? La vocación de Lucía era curar animales.

Las estadísticas de 2017 suman una muerta cada 24 ó 30 horas, según los meses. Entre mediados de mayo de 2015 y de 2016, fueron 290 en total en ese período. Entre enero y abril de este año murieron 110 mujeres. Ya se trate de femicidios por violencia familiar o como desenlace de delitos contra la integridad sexual, es unánime la creencia de que, entre los factores que más influyen en su aumento, está el resentimiento por la creciente brecha educativa, en desmedro de los varones. “La mayor educación en la mujer y su independencia generó deseos de castigo y revancha”, sostiene el criminólogo Torre. La misoginia cruza el femicidio con la dinámica de los llamados “crímenes de odio”, relativos a la discriminación de minorías y la xenofobia, de fuerte aumento en todo el mundo. En ese sentido, acierta la ex presidenta Cristina Fernández cuando destaca que el estallido de violencia machista y misoginia coincidió con sus dos gobiernos. Y ella lo subraya con un raro matiz narcisista, dado que, concretamente, en sus dos períodos ni siquiera reglamentó la ley que prohíbe a los femicidas quedar a cargo de la tutela de sus hijos, huérfanos por su propia mano, una aberración de impunidad que debe avergonzarnos. Esta ley finalmente tuvo media sanción en Diputados hace pocos días. El femicida siempre procura escarmiento, el castigo ejemplar. La peor tasa la tiene la provincia de Buenos Aires, con 102 muertas en 2016. ¿La gobernadora María Eugenia Vidal es un nuevo aliciente de ese odio, entonces? Seguir argumentando el viejo orden patriarcal es una explicación demasiado generalista para aportar conclusiones. No se trata de un tema atávico sino de un mal del presente; la causa y la solución no están en los rollos del Mar Muerto sino en la familia, en las prisiones y fiscalías.

Mirando atrás se descubren femicidios llamados con carátulas eufemísticas. Renunciar a la pulsión de verdad es una de las cosas más dañinas que pueden pasarle a una sociedad, lo sabemos; La casa del Encuentro Adriana Zambrano se ocupó de renombrarlos.

En los más destacados, las víctimas quedaron sin etiqueta bajo un encubrimiento policial tan masivo que desvirtuó los asesinatos de origen y atenuó la atrocidad, desde Norma Penjerek (1962) hasta María Soledad Morales (1990). Cuando fue asesinada Nora Dalmasso (2006), la investigación ordenó numerosos análisis de ADN, que multiplicaron sospechosos y diluyeron cualquier pista seria, y hasta se apresuró a difundir, en su sutil circuito de voceros, una escena del crimen donde no faltaba ni el potecito de vaselina en la mesa de luz. “Algo había hecho, Nora, ¡y con muchos!” Risa social sobre el cuerpo de la muerta.

En la Cumbre de la Mujer, en Beijing en 1995, el femicidio era apenas una preocupación grave pero restringida a la frontera mexicana, donde las cientos de “Muertas de Ciudad Juárez” se entretejían con la trata, la explotación laboral en las maquiladoras offshore y la expansión del narco. A mediados de los años 90, circulaban decenas de hipótesis; se sostenía con verosimilitud que muchas de esas muertas habían sido apuñaladas en otros estados por maridos, hermanos o violadores, que luego se deshacían de los cuerpos en Juárez para incluirlas en una falsa serie, el vórtice de muertas del que nunca serían individualizadas y, por ende, el asesino no sería rastreable. Hoy la tasa de femicidios solo en el Distrito Federal crece a partir de un mínimo de cinco femicidios por día.

Las 100 muertas de la novela de Roberto Bolaño, que siguen informes literales en los que solo ficcionalizó el nombre de las víctimas, son encontradas en cunetas, a medio enterrar, la mayoría violadas; algunas ni siquiera tienen nombre ni rostro. Son como apátridas, sin la garantía elemental de vivir, abono de la fosa común. El hecho de que esos femicidios sean tan numerosos y semejantes entre sí acrecienta el espanto de que no sepamos impedirlos.

Ninguno se distingue de los que leemos cada día. 2666 llegó y es hoy nuestro rompecabezas.